domingo, 24 de enero de 2016

El malentendido de significados.

Estaba pensando el otro día en algún nombre que definiese a la sociedad de nuestro siglo. Posiblemente, si tuviese que optar por algún nombre, sería algo así como el "igualitarismo", ya que, si hay algo que caracteriza al contexto sociocultural actual es la lucha por conseguir igualdad. 

¿Qué es la igualdad?, preguntaba Juanito en el colegio. Y la profesora, con cara de pánfila, le contestaba algo así como que si tú (Juanito) tuvieses veinte pesetas (porque Juanito era de los que estudió la BUP) y yo (la profesora pánfila) no tuviese ninguna, la igualdad sería que tú me dieses diez pesetas y así los dos tendríamos lo mismo. ¿Y por qué tenemos que tener lo mismo los dos?, volvía a preguntar, insistentemente, Juanito. Pues porque es lo justo, decía la profesora. Y santas Pascuas. Y así, justificando un concepto abstracto con otro igual, y entrando en un círculo vicioso, se pasaban la clase.

Durante el transcurso de los años, el significado de estas palabras (igualdad y justicia) ha ido cambiando sobremanera. En la Antigua Grecia, esa sociedad democrática ensalzada por tantos, con sus espartanos y sus ilotas, entre otros tantos, la igualdad era amplísima. Quiero decir, que igual daba a qué parte de Grecia uno fuese, que los esclavos eran siempre mayoría. Y en el Imperio Romano, más de lo mismo. A partir de la Edad Media y la irrupción de la Iglesia Católica la cosa cambió. Habían dos tipos de igualdad: la celestial, en la que el Señor juzga a todos por igual, independientemente de su procedencia; y la terrenal, en la que podías conseguir entradas VIP sin colas y con limusina para acudir al juicio del Todopoderoso.

Ahora las cosas han cambiado mucho, por supuesto. Los maravillosos tiempos de Ilustración y progreso que nos han traído los últimos siglos han permitido quitarnos cadenas de encima. Ahora ya no nos quejamos de que el señor feudal viole a nuestras hijas con total impunidad, o de que el prior acuse a una mujer de bruja por resultarle incómoda, o de que haya que trabajar dieciséis horas seguidas por un mísero salario sin seguro médico... aunque bueno, esto último quizá no esté tan pasado de moda.

Ahora está de moda quejarse. Desde casa, o en la calle; por las redes sociales o por un periódico. Da igual el cómo, lo importante es el qué. Luchar por la igualdad y lo que es justo parece que se ha convertido en condición si ne qua non para ser digno de vivir en esta sociedad. Hemos visto en películas, hemos leído en libros, hemos escuchado de la boca de muchas personas, como si de un bombardeo se tratase, múltiples fórmulas apelando a estas condiciones. Gracias a este bombardeo, hemos sido conscientes de que todos tenemos el derecho de ser juzgados por las mismas vías y responder ante nuestros errores en la misma medida. Hemos aprendido que una persona, por ser blanca, no es superior, ni moral, ni intelectual, ni físicamente, a otra persona de cualquier color. Hemos aprendido que la condición social no debe marcar, ni mucho menos, limitar, las posibilidades de futuro de una persona. Hemos aprendido que una mujer es tan capaz como un hombre de realizar cualquier tipo de tarea y que nunca bajo ningún concepto debe vivir reprimida por un energúmeno con un miembro que no merece portar.

Pero al igual que este bombardeo nos ha convencido de estos necesarios menesteres, también ha llegado a rebasar la lógica de algunas acciones. La discriminación positiva (dar privilegios que en principio serían desiguales a un sector de la sociedad que clásicamente ha sufrido un trato discriminatorio negativo), a pesar de que se crea que tiene su sentido, no creo que sea el camino. Está claro que hay que hacer visible que aún hoy en día hay demasiadas mujeres maltratadas, que el porcentaje de hombres en los puestos más importantes de las instituciones es abrumadoramente mayor, o que la gente de raza negra sigue siendo claramente discriminada por la policía en América. Pero, ¿de verdad es necesario boicotear la gala de los Óscar porque no haya ningún negro nominado? ¿De verdad hay que eliminar un derecho jurídico esencial como la presunción de inocencia a un hombre acusado por maltrato? ¿U obligar a que hayan equis mujeres y hombres en los puestos de una institución porque sí, sin atender a los méritos propios de cada candidato? Entre muchas otras cosas.

Todas estas cuestiones, a las que estamos demasiado habituados últimamente, si las escuchase una persona que viniese del pasado, de esas a las que su señor le violaba a su hija, diría: "pero, ¿estáis locos? Con todo lo que tenéis, con lo que habéis conseguido, ¿y habláis de este tipo de bobadas?" Lo que hubiese dado ese hombre por ver a un miembro de la familia real en un juicio; por ver los derechos laborales que un trabajador podía tener; por ver cómo la muy señora Iglesia dejaba de asfixiar al intelecto y la cultura con su estrechez de miras y su intolerancia; por ver cómo la mayoría de la población de un país puede vivir con enormes lujos como agua corriente, electricidad y una manta que te abrigue en las noches de invierno, sobre una mullida cama. "Y aún os quejáis", vuelve a repetir.

En definitiva, vengo a decir que hay que luchar, y hay que seguir luchando, y dar visibilidad. Sí. Pero no hay que confundir conceptos. Nos llenamos la boca en ocasiones hablando de igualdad y de justicia, desde una posición mucho más privilegiada de la que nos pensamos, sin tener en cuenta que, más que en la jusicia y la igualdad, muchas veces caemos en la venganza y los sentimientos personales. Y eso, queridos amigos, es lo que nos lleva a uno de los grandes pecados de nuestra sociedad: la hipocresía, de la que ni siquiera un servidor se escapa.

Quizá cambie de parecer y opte por llamar a nuestro siglo como...el "hiprogresismo", por aquello de jugar con las palabras. Se lo preguntaré a la profe a ver qué opina.

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