martes, 10 de mayo de 2016

Papá, ¿qué es una canción?

Mirando la tele de vez en cuando estas últimas semanas, y miren que veo poco la famosa caja boba, pues mis motivos tengo, he visto un anuncio a cuenta del estreno de la nueva versión de El libro de la selva donde relacionan, de manera inverosímil, esta película con la promoción de unos frutos de color amarillo propios de esas islas de ornitológica denominación. Dicho spot plantea esta pregunta al inicio: "Papá, ¿qué es una canción?".

La pregunta se la hace un hijo a su padre, mientras van en el coche. Lógicamente, pilla al pobre progenitor totalmente descolocado, pensando quizá en los gloriosos muslos de Pamela Anderson en los buenos tiempos de Los vigilantes de la playa. El padre, que no sabe lo que contestar, mira a su mujer que, como buen anuncio poco sexista, sólo sirve para lanzar una sonrisa preciosa que afirma y da seguridad al buen hombre, que ya ha decidido de antemano a esa mirada cómo responder a las ocurrencias de su hijo.

Toman la primera salida que pillan de la colapsada autopista todavía de día y, tras un largo viaje en el que se cruzan por lo menos de lado a lado un par de veces la isla en la que están (supongo que Tenerife), llegan, de noche cerrada, a lo alto de una montaña en la que hay un observatorio (el observatorio del Teide, deduzco), Finalmente, los anunciantes recurren a una serie de tácticas romántico-comerciales de mercadotecnia barata que acaba dando un resultado algo escabroso y que mejor no voy a pasar a relatar porque me ha salido un sarpullidito en la axila recordándolo.

Dejando aparte estos detalles, la pregunta que plantea el niño resulta muy interesante, y me ha dado pie a preguntarme también a mí (aunque ya lo había hecho con anterioridad pero no había escrito sobre ello) sobre lo mismo. Aunque yo voy un poco más allá; yo me pregunto: ¿qué es la música?

Es difícil de explicar, la verdad. Desde un punto de vista técnico o físico, son sonidos, con diferentes propiedades (tono, timbre, etc) que suenan a diferentes frecuencias de onda del espectro audible.

De todas maneras, algo diferencia a los sonidos musicales de otros sonidos. Porque no vamos escuchando todos los sonidos que nos rodean en forma de música. Tiene que darse la propiedad, o la casualidad, de que, al menos hayan dos sonidos que tengan dos características: ritmo y melodía. Y, para rizar el rizo, también haría falta otra característica: repetición. Es decir, dos sonidos melódicos que suenen rítmicamente y que se repitan al menos una vez.

Pero, yendo más allá, ¿por qué esto es música y otras cosas no? Sin duda estos sonidos melódicos y rítmicos despiertan algo en nuestro interior, probablemente en nuestro cerebro. Nos producen siempre algún tipo de sensación: desagrado, placer, alegría, tristeza, motivación, enfado y un larguísimo etcétera.

Es bien conocido que los recuerdos van unidos en muchas ocasiones a la música, así como a otras sensaciones primigenias, como el olfato, localizados en el lóbulo temporal del encéfalo, sobretodo. Esto lo recoge magistralmente el gran neurólogo y escritor Oliver Sacks en un recopilación de escritos de "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero", de lectura deliciosa para cualquiera, involucrado o no en el mundo de la neurociencia.

Sin embargo, se cree que las habilidades musicales, tanto de componer como de reconocer melodías, llevar el ritmo, leer partituras, etc, son funciones que se encuentran a nivel hemisférico cortical, tanto derecho como izquierdo (según la dominancia, se piensa que el no dominante posee la parte más creativa y el dominante la parte más técnica). Esto está algo más alejado de la zona temporal del recuerdo y el olfato, que se sitúa en el hipocampo, formando parte del sistema límbico, una parte más profunda del cerebro.

Aún así, no cabe duda, pues, de que las neuronas que se encargan de las habilidades musicales y las que se encargan de las funciones primigenias están conectadas de alguna forma. Y esto plantea la pregunta: ¿es la música algo primitivo de los seres humanos y, por ende, del resto de mamíferos y otros seres vivos? ¿O es, sin embargo, una función superior, propia del ser humano desarrollado e inteligente que conocemos hoy en día?

Posiblemente la música, o los sonidos rítmicos y melódicos, hayan existido desde siempre y, posiblemente, nuestros antepasados filogenéticos también eran capaces de disfrutar de ella, o de sufrir, o de guardar recuerdos asociados a la música. Quizá, lo que nos haya dado la evolución, es la capacidad de gestionar esos sonidos, de moldearlos, de idealizarlos hasta el punto al que los hemos llevado en los últimos siglos, convirtiéndolos en una de las mayores y grandiosas expresiones de perfeccionamiento y sentimientos del ser humano, capaz de hacernos vibrar hasta la última célula de nuestro cuerpo.

Como ven, es una reflexión que plantea más dudas de las respuestas que da. Sin embargo, ahí tenemos a ese padre, algo simple e ignorante que, pobrecillo, con buena intención, hace música con las estrellas, como si de la letra de una canción de Christian Castro se tratase, mientras los del marketing del plátano se frotan las manos con el genial desenlace que le han preparado al anodino espectador.

Pero esto, la falta de respuestas y el exceso de incógnitas, es algo que suele ocurrir con las buenas preguntas, como la del niño, al que le auguro un gran futuro como filósofo si sigue así (a pesar de que en el anuncio la pregunta se la plantea primero Mowgli a Baloo en la película y el niño toma nota de ello, pero no le voy a quitar mérito).

Después de esta reflexión, quizá me ponga a ver una serie en Internet, de manera legal por supuesto, donde los anuncios suelen ser por lo general menos frecuentes, a Dios gracias.

viernes, 29 de abril de 2016

Molinos modernos, gigantes antiguos (o de cómo Don Quijote no perdió la esperanza).

Los ves, ¿no es cierto, mi querido Sancho? Todavía siguen ahí, inmóviles y beligerantes. Esos gigantes, insensatos y mugrientos. Merecedores de la mayor heroicidad para el enemigo que les combata y de la mayor ignominia para aquellos que los intenten comprender. Se les ve diferentes, más finos, con otras fachas, escondidos bajo un aire de sofisticación que les hace parecer más inofensivos y adelantados. Pero yo sé que no, aunque yo sé que tú sigues dudando, querido compañero.

Cuatro siglos han pasado desde que me enfrenté a ellos. Lo sé, Sancho. Pude fracasar, tanto como pude triunfar, pero aún así, lo intenté. Nunca podrán decir de mí que fui un cobarde, sin ambición ni amor por la gente de su tierra.

Pero ahora, en cambio, me hablas de esta tierra, mi tierra... ¡ay! La misma que rezumaba pasión. La misma que quiso sobreponerse a su propia destemplanza, y...observo que esos valores, la valentía, la heroicidad, ya son poco más que pura teatralidad. Comprendidos, pero sin visas de ser imitados.

¿De qué valió, Sancho? El valor de la historia me fue concedido, sí, pero créeme, ningún honor personal superaría a la felicidad de ver reflejada la propia valentía, la de uno mismo, en los descendientes de nuestro tiempo. Y viniendo aquí, viendo a estos gigantes, que tú sigues diciendo que son aún molinos, cómo campan a sus anchas...como cerdos, egoístas y vividores, por la dehesa extremeña.

Aquellos que pueden poner freno a estos gigantes antiguos, viven en la desidia y sufren la indiferencia del resto, y los que quieren hacerlo, bien no encuentran a los gigantes, o bien, de forma directa, son tildados de locos de remate. Como yo, Sancho, como yo. ¿Es que nada ha cambiado?. Hasta los gigantes se han dado cuenta, ya, de que nadie les hace frente. E igualmente, como si de un mal que alimentase a los dos bandos se tratase, en vez de aprovecharse, incluso se aburren, recalentados bajo el sol de la ignorancia de esta tierra que mi corazón no quiere reconocer como hija suya, totalmente apáticos.

Ay, mi querido Sancho. No me mires así. Ya sé que a lo mejor deposité demasiada confianza. Sin embargo, de heroico y valiente caballero me tildaron, y como tal me dignaré siempre a tener en posesión un bien, que guardaré hasta el final de mis tiempos.

¿Qué es ese bien, me preguntas? Sancho, ese bien nunca fue más que la esperanza. Sí, ya sé que suena idílico, pero idílico era también mi propósito cuando me puse manos a la obra, manejado por las pinceladas de un dibujante de las palabras y trovador de la conciencia.

Aunque muchos no la mantengan, y con motivo, yo no puedo permitirme ese lujo. Seguiré sin perderla, mientras los gigantes sigan ahí, mirándonos, intimidándonos y demostrándonos nuestro propio error. Hasta que los rayos de sol no caigan en terreno yermo. Hasta que las gotas de lluvia alimenten las semillas de los valores que nos empujaron a pasar a la historia. Hasta entonces no, Sancho. No perderé la esperanza.

jueves, 14 de abril de 2016

Malegoístas y buenegoístas.

Sobre la bondad y la maldad del hombre hay muchas cosas escritas, y ha sido por lo común un tema recurrente en la filosofía y la psicología. Dos corrientes se postulan, claramente enfrentadas, intentando explicar esta realidad: los hay que alegan que el ser humano es bueno desde el nacimiento, y que es la sociedad quien lo corrompe; y los hay que dicen que el hombre es malo y que, al contrario, la sociedad es la que se encarga de poner en vereda esa maldad, de limitarla.

Sin embargo, habría que tratar de explicar qué es la maldad y qué es la bondad. Normalmente acostumbramos a decir que alguien es bueno cuando persigue principios nobles, esto es, que es un ser empático, que busca el bienestar de los demás en mayor o menor medida, que no trata de sobreponerse, que sigue las normas (arbitrarias) que rigen la ética y la legalidad de una sociedad. Un hombre malo es, deduciblemente, todo lo contrario.

Pero vamos a enfocarlo desde otros puntos de vista: primero biológico, y luego lingüístico.

La biología postula que todos los seres vivos (desde un ser unicelular como una bacteria a un organismo pluricelular como una ballena) persiguen tres principios básicos en su vida: alimentarse, relacionarse, y reproducirse. Y, subyacentes a estos tres principios, se vislumbran otros dos, todavía más certeros: la autoconservación, en primer lugar, y la preservación de la especie en segundo lugar. Este principio de autoconservación o supervivencia, que es el que más arriba se sitúa en la escala de la vida, y que es una condición necesaria para todo lo demás, es el que determina la forma de actuar de todo ser vivo.

Consecuentemente, caemos en el ámbito de la lengua. Este principio de supervivencia, tiene traducción en un sustantivo, denostado con el tiempo, que no es más que el egoísmo. Y digno denostado porque no hace falta más que leer la definición de la RAE: "inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás". Sin embargo, es una palabra que significa muchas más cosas que la que nos puede lanzar esta despectiva definición.

El egoísmo es ese instinto de supervivencia, de propia conservación, pero que ha cambiado con la evolución de los seres humanos y de la sociedad; es el mismo concepto, trasladado a la esfera de lo moral; es el instinto por el cual nos movemos, persiguiendo nada más que la propia satisfacción. Y no nos llevemos a error, la satisfacción puede llegar de muy diversas formas, tanto buenas como malas. Esto es lo que nos falta entender para darle otra dimensión al concepto de egoísmo: que no debe ser solo una concepción desmedida del amor y el interés a uno mismo, si no que es la forma en la que el ser humano ve cumplidos sus deseos y necesidades principales, no teniendo que, obligatoriamente, causar un perjuicio en otra persona.

Aquí volvemos a la discusión de antes, sobre lo bueno y lo malo. Atendiendo, pues, a lo que hemos dicho, si hacemos algo, considerado como malo por parte de la sociedad, en propio beneficio, es egoísmo. Y si hacemos algo, considerado como bueno, en propio beneficio, también es egoísmo.

Lo curioso, es que esto puede describir todos los ámbitos de la vida: comprar lotería, dar dinero a un mendigo, matar a un rival político, pintar un cuadro, amar a alguien, morir por tu hijo, viajar a un país en desarrollo para ayudar a la gente, donar un órgano, robar dinero, devolver un favor... todo, absolutamente todo, aunque en su realización conlleve actos buenos o malos, provoca un beneficio (económico, moral, psicológico o de cualquier tipo) en quien lo realiza. Aunque dones todas tus pertenencias a los pobres y acto seguido te suicides porque te has arrepentido de hacerlo, estás siendo egoísta porque en los dos actos has buscado satisfacer tus deseos más profundos para contigo mismo.

Llegamos así, por fin, a preguntarnos, ¿pero es el ser humano bueno o malo por naturaleza? El ser humano es egoísta, lo es y siempre lo será, perseguirá su autoconservación biológica y su satisfacción moral. Lo que determine que sus actos sean o no malos, no lo conocemos: puede que la genética incline a unos u otros actos, y puede también que la sociedad los moldee, pero lo que no hay nunca que olvidar, es que el ser humano, es egoísta por naturaleza.

viernes, 25 de marzo de 2016

Visiones.

A ti, que no ves:

Te escondes, como el sol bajo la piedra. Tus ramas no crecen bajo la asfixia de la hiedra. Hiedra que tú plantaste, y que ahora te atenaza del pie al cogote. No te das cuenta que aún no es tarde. La vida puso a tu alcance las tijeras para podar la cárcel de tu propio miedo. Tú, tan joven.

Aprovecha, que el camino es vasto como la mar. Surca las olas, sin dejarte llevar por la marea. Iza las velas de tu brillante futuro. Si el viento no sopla no desesperes, porque vuelve. Siempre vuelve.

Prepara una pila de tus mayores temores, usa el carburante de tus prejuicios y enciéndela con la mayor de tus pasiones. Pon al pie del fuego tus respetos, pero no tengas nunca miedo a quemarte. Entrégate al calor de tu propia llama, vive la causa de tu locura. Tú, tan joven.

Por último, entierra la desidia y la inapetencia, y desempolva la infidelidad a la cordura que guardaste hace tiempo. Pisa el lodo de tu infortunio, sin miedo a hundirte, y afila la piedra de la sabiduría.

Porque ahora, sí que ves.

Luis R. Solís.

lunes, 8 de febrero de 2016

Ni por activa, ni por pasiva

Últimamente se ha puesto de moda, como un cliché de folletín mediocre y bobalicón, decir (y escuchar) la expresión "ni por activa, ni por pasiva".

Normalmente usan esta divergencia del lenguaje, convertida en frase hecha y desecha, como una forma de remarcar claramente que uno no está de acuerdo con la posición de otra persona o institución y que, además, va a luchar activamente por conseguir que el opositor no llegue a materializar sus deseos. Trasladado ésto al mundo de la política, lo que viene a significar es que un partido no va a apoyar ni por activa (no va a votar que "sí" a su candidatura), ni por pasiva (no va a abstenerse para, en el caso en que el otro partido no tenga suficiente mayoría para gobernar, su abstención favorezca su candidatura) a otro partido político.

Esta expresión, para mí, consigue aglomerar, resumir y apostillar el esperpento de la política española de los últimos tiempos. Políticos de uno y otro signo la repiten cuales loritos amaestrados, como si de un futbolista extranjero que está empezando a aprender español en una zona mixta se tratase. Clichés prefabricados, locuciones potentes, y frases que calan; resultan ideales para acabar discursos, o fragmentos de discursos, de los que arrancan aplausos, de los que dan rotundidad a una afirmación y son dignos de salir en los medios de comunicación.

La política española ha logrado, en lugar de avanzar, como se esperaría del transcurso lógico del tiempo y la mayor tasa de estudios superiores de la población, retroceder en el ámbito discursivo, diluir la contraposición de argumentos hasta caricaturizar cualquier tipo de debate u opinión por parte de la clase política.

Está claro que la política siempre ha tenido, y tendrá, esa parte tan inevitable e importante de dialéctica que permite a un candidato enfrentarse a su adversario y lograr derrotarlo. El problema ocurre cuando esos argumentos se transforman en puras falacias que, o bien reducen (en un gran núnero de ocasiones, hasta el absurdo) el argumentario del adversario, o bien directamente atacan al adversario invalidando sus opiniones, la mayoría de veces desde un punto de vista moral o ideológico (la famosa falacia ad hominem), entre muchos otros tipos de falacias.

Estas prácticas, a las que, lamentablemente, seguimos todavía demasiado acostumbrados, existen desde hace infinidad de tiempo. Ya decía Platón de los sofistas, por ejemplo, que eran unos "prostitutos del alma" o "del espíritu", porque se aprovechaban de su inteligencia, su presteza para idear argumentos contundentes y su facilidad de palabra, para derrotar a sus adversarios en la Asamblea y lograr sus objetivos políticos. Esta "prostitución" ha logrado que, lo que debiera ser un arte y una reunión de los mejores argumentos e ideas para gobernar un país, se convierta en una pseudociencia, al más puro estilo homeopatía, que intenta contarnos las virtudes de unos, y echar por tierra los defectos de otros. Como si de unos pocos granos, se pudiera hacer un castillo de arena.

No les pondré ejemplos, porque pueden simplemente encender la tele, o la radio, o comprar el periódico, o hacer click en cualquier enlace, y escuchar y leer este tipo de cosas a cada momento del día. Yo, por ahora, les diré que ni por activa, ni por pasiva, depositaré nunca mi plena confianza en políticos que superpongan el descrédito del adversario o los prejuicios ideológicos, a los argumentos de peso, que aportan, y hacen pensar.

domingo, 31 de enero de 2016

Corre, bicicleta

Una brisa fría sacude mi cara. El movimiento de mis piernas intenta ralentizar el tiempo, que a pesar de sus esfuerzos sigue avanzando, implacable como siempre. Ya no me acuerdo de por qué se mueven, sólo sé que no deben parar.

A lo lejos, de fondo, un color difícil de definir, entre morado y rojizo, tiñe unas nubes que parecen tomar aquel trozo de cielo como su parcela particular. Una figura por mi derecha, otra por mi izquierda, pasan rápidamente hasta quedarse atrás; otros luchadores en pie de guerra contra el tiempo, más leña en el fuego de la vida.

¿No es precioso mirar ese cielo? Por qué no me fijaré en él más a menudo. Mis piernas se siguen moviendo, haciendo formas circulares. Ahora ya me muevo con mayor rapidez.

Qué alegría sentí cuando pedaleé por primera vez. Cuántos años, cuántos sentimientos, cuánta vida pasada. Partes de una biografía, como piezas de un gran puzzle, todavía inacabado, que son capaces por sí solas de dibujar una escena completa. A lo lejos ladraba un perro, recuerdo la expresión exacta de mi madre en el momento en que me giré a mirarla mientras pedaleaba. Tres conceptos que bastan para formar un recuerdo. El estímulo de uno evoca a los otros dos, en conjunción perfecta con un sentimiento de nostalgia y alegría obra de la mecánica perfecta que sigue nuestro cerebro.

¿Qué será de estos recuerdos cuando yo no esté? ¿Qué sería de mí si mis recuerdos desaparecieran? Si mi almacén de memoria pereciera, no habría momentos anteriores con los que comparar mis sentimientos actuales. Ya no sería capaz de añorar, de llorar, de reír, de frustrarme o de identificarme con nada. Mi forma de pensar, de ser, todo lo que ha moldeado mi vida, ya no estaría. Ya no sería yo.

Mis piernas siguen moviéndose en círculos, repetitivas, incansables, para que yo vaya hacia adelante y el tiempo sea menos tiempo. Una analogía, pienso, de la vida. Me gusta sentir esta brisa fría que sacude mi cara.

domingo, 24 de enero de 2016

El malentendido de significados.

Estaba pensando el otro día en algún nombre que definiese a la sociedad de nuestro siglo. Posiblemente, si tuviese que optar por algún nombre, sería algo así como el "igualitarismo", ya que, si hay algo que caracteriza al contexto sociocultural actual es la lucha por conseguir igualdad. 

¿Qué es la igualdad?, preguntaba Juanito en el colegio. Y la profesora, con cara de pánfila, le contestaba algo así como que si tú (Juanito) tuvieses veinte pesetas (porque Juanito era de los que estudió la BUP) y yo (la profesora pánfila) no tuviese ninguna, la igualdad sería que tú me dieses diez pesetas y así los dos tendríamos lo mismo. ¿Y por qué tenemos que tener lo mismo los dos?, volvía a preguntar, insistentemente, Juanito. Pues porque es lo justo, decía la profesora. Y santas Pascuas. Y así, justificando un concepto abstracto con otro igual, y entrando en un círculo vicioso, se pasaban la clase.

Durante el transcurso de los años, el significado de estas palabras (igualdad y justicia) ha ido cambiando sobremanera. En la Antigua Grecia, esa sociedad democrática ensalzada por tantos, con sus espartanos y sus ilotas, entre otros tantos, la igualdad era amplísima. Quiero decir, que igual daba a qué parte de Grecia uno fuese, que los esclavos eran siempre mayoría. Y en el Imperio Romano, más de lo mismo. A partir de la Edad Media y la irrupción de la Iglesia Católica la cosa cambió. Habían dos tipos de igualdad: la celestial, en la que el Señor juzga a todos por igual, independientemente de su procedencia; y la terrenal, en la que podías conseguir entradas VIP sin colas y con limusina para acudir al juicio del Todopoderoso.

Ahora las cosas han cambiado mucho, por supuesto. Los maravillosos tiempos de Ilustración y progreso que nos han traído los últimos siglos han permitido quitarnos cadenas de encima. Ahora ya no nos quejamos de que el señor feudal viole a nuestras hijas con total impunidad, o de que el prior acuse a una mujer de bruja por resultarle incómoda, o de que haya que trabajar dieciséis horas seguidas por un mísero salario sin seguro médico... aunque bueno, esto último quizá no esté tan pasado de moda.

Ahora está de moda quejarse. Desde casa, o en la calle; por las redes sociales o por un periódico. Da igual el cómo, lo importante es el qué. Luchar por la igualdad y lo que es justo parece que se ha convertido en condición si ne qua non para ser digno de vivir en esta sociedad. Hemos visto en películas, hemos leído en libros, hemos escuchado de la boca de muchas personas, como si de un bombardeo se tratase, múltiples fórmulas apelando a estas condiciones. Gracias a este bombardeo, hemos sido conscientes de que todos tenemos el derecho de ser juzgados por las mismas vías y responder ante nuestros errores en la misma medida. Hemos aprendido que una persona, por ser blanca, no es superior, ni moral, ni intelectual, ni físicamente, a otra persona de cualquier color. Hemos aprendido que la condición social no debe marcar, ni mucho menos, limitar, las posibilidades de futuro de una persona. Hemos aprendido que una mujer es tan capaz como un hombre de realizar cualquier tipo de tarea y que nunca bajo ningún concepto debe vivir reprimida por un energúmeno con un miembro que no merece portar.

Pero al igual que este bombardeo nos ha convencido de estos necesarios menesteres, también ha llegado a rebasar la lógica de algunas acciones. La discriminación positiva (dar privilegios que en principio serían desiguales a un sector de la sociedad que clásicamente ha sufrido un trato discriminatorio negativo), a pesar de que se crea que tiene su sentido, no creo que sea el camino. Está claro que hay que hacer visible que aún hoy en día hay demasiadas mujeres maltratadas, que el porcentaje de hombres en los puestos más importantes de las instituciones es abrumadoramente mayor, o que la gente de raza negra sigue siendo claramente discriminada por la policía en América. Pero, ¿de verdad es necesario boicotear la gala de los Óscar porque no haya ningún negro nominado? ¿De verdad hay que eliminar un derecho jurídico esencial como la presunción de inocencia a un hombre acusado por maltrato? ¿U obligar a que hayan equis mujeres y hombres en los puestos de una institución porque sí, sin atender a los méritos propios de cada candidato? Entre muchas otras cosas.

Todas estas cuestiones, a las que estamos demasiado habituados últimamente, si las escuchase una persona que viniese del pasado, de esas a las que su señor le violaba a su hija, diría: "pero, ¿estáis locos? Con todo lo que tenéis, con lo que habéis conseguido, ¿y habláis de este tipo de bobadas?" Lo que hubiese dado ese hombre por ver a un miembro de la familia real en un juicio; por ver los derechos laborales que un trabajador podía tener; por ver cómo la muy señora Iglesia dejaba de asfixiar al intelecto y la cultura con su estrechez de miras y su intolerancia; por ver cómo la mayoría de la población de un país puede vivir con enormes lujos como agua corriente, electricidad y una manta que te abrigue en las noches de invierno, sobre una mullida cama. "Y aún os quejáis", vuelve a repetir.

En definitiva, vengo a decir que hay que luchar, y hay que seguir luchando, y dar visibilidad. Sí. Pero no hay que confundir conceptos. Nos llenamos la boca en ocasiones hablando de igualdad y de justicia, desde una posición mucho más privilegiada de la que nos pensamos, sin tener en cuenta que, más que en la jusicia y la igualdad, muchas veces caemos en la venganza y los sentimientos personales. Y eso, queridos amigos, es lo que nos lleva a uno de los grandes pecados de nuestra sociedad: la hipocresía, de la que ni siquiera un servidor se escapa.

Quizá cambie de parecer y opte por llamar a nuestro siglo como...el "hiprogresismo", por aquello de jugar con las palabras. Se lo preguntaré a la profe a ver qué opina.

martes, 5 de enero de 2016

La politización de lo impolitizable

La Navidad se va a acabar; los Reyes Magos, con sus majestuosos camellos, sus copitas de más de anís, y esa oronda panza muestra de la buena vida del Lejano Oriente donde la riqueza ya no se mide en especias y el oro es negro y va en barriles, nos dejarán sus regalos bajo el árbol.

Hay una gran cantidad de matices que deben ser analizados en esta fiesta tan típica española y que, como es lógico, deben indignar a todo hijo de vecino, niños incluidos.
Imagen tomada del Huffington Post

Por un lado, se trata de tres monarcas, tres señores de unas tierras que no les fueron entregadas por nadie más que por su linaje. Nadie participó en la elección de su puesto preferente en la sociedad, nadie se ha atrevido nunca a toser en su cara, son el reflejo de una sociedad atascada en el pasado y en las costumbres menos democráticas, ¿y tiene que venir ese tipo de persona a regalarme regalos a mí? Quién me dice que esos regalos no estén manchados con la sangre de muchos inocentes, con el sufrimiento de trabajadores explotados, financiados por las más terribles políticas arbitrarias.

Porque esa es otra, ¿quién le ha dicho a esos señores que yo, trabajador como el que más, que saca a su familia adelante, que cobra del INEM unos meses sí y otros meses también, ahogado por los impuestos pero digno hasta el final, necesite de su limosna en forma de tablets, smartphones, corbatas, barbies o scalextrics? Si el Estado estuviese para lo que sirve, ni mucho menos permitiría esta afrenta, ¿oyen ustedes? Los ricos de oriente no tienen que sacarme a mí las castañas del fuego. Ahora en tiempos de crisis, pues bueno, se puede aceptar con resignación, pero si los tiempos fueran mejores, otro gallo cantaría.

Además, esos señores son religiosos. Lo que faltaba. Vamos hombre, no piso una iglesia ni por saber morir, y al final tengo que aceptar que sea la misma Iglesia la que chafe el parqué de mi casa. ¿Cómo puedo pretender que mis hijos vivan en un entorno laico y aconfesional? De vergüenza.

Y por si fuera poco, estos Reyes son todos hombres, en muestra de la misoginia y la retrogradación que caracteriza a los de su calaña. Ellos se llevan toda la gloria y mientras tanto sus mujeres (que a lo mejor son bastantes) sin salir de casa, con la cara cubierta, y sin derecho a nada. Como si viviésemos en el medievo, oiga. Aunque estos hombres, sin duda, vivirán todavía en tiempos más anteriores. Menos mal que, al menos, uno de ellos es negro.

Y todo esto tengo yo que aguantar en estas épocas. Estas costumbres intolerables que rompen la armonía de una sociedad que intenta avanzar, pero que a golpe de costumbres desactualizadas ve resquebrajada su moral.

Espero que estén contentos. Yo no les dejaré anís ni dulces; que sepan lo que es sufrir como el proletariado. Pero luego no quiero represalias, que necesito una nueva tablet.