Eran cerca de las doce de la noche. Una noche de enero, presidida
por una luna casi llena. Además, la humedad del ambiente era asfixiante, y hacía
que el frío “calase hasta los huesos”, como dicen aquí en Valencia.
El sonido de mis diminutos tacones resonaba en las fachadas
de las hermosas viviendas del ensanche, entre la calle Colón y la Gran Vía.
<<Tú nunca serás así de hermosa>>, me decía a mí
misma.
Devastada, así es como me sentía. Aún podía saborear las
desgracias que aquellas Navidades habían dejado en mi corazón, en mi cuerpo. No
todo el mundo pierde a su padre, a su novio y su trabajo en un lapso de quince
días, y me tenía que haber tocado a mí.
Así que no pude más, y esa noche salí. La tristeza me
guiaba.
Así que llegué hasta uno de los puentes que cruzan el
antiguo cauce del río, hoy hecho parque, al que llaman “de las flores”. Mi paso
se detuvo, poco a poco, hasta llegar a la mitad del puente.
Miré las flores, a mi derecha, de color burdeos. Frescas y
cuidadas. Miré hacia delante y hacia atrás; ni un alma recorría aquel lugar. Me
giré, y fui hacia la barandilla. Me apoyé, estaba fría, y un escalofrío
recorrió mi espina dorsal cuando miré hacia abajo.
<<No hay mucha altura>>, pensaba, <<pero si no caigo en el césped, y caigo de cabeza…teniendo en cuenta que
posiblemente tarden en encontrarme…>>. Hacía unas horas estaba
resuelta a acabar con todo aquello, pero en aquel momento me entraron dudas.
Sin embargo, no me dejé llevar por el miedo y, sin pensarlo, me agaché, pasé
mi cuerpo por entre los barrotes y, de pronto…me hallé al borde del precipicio.
Mis pies estaban sobre el barrote transversal más bajo, mis
brazos extendidos hacia los lados y cogidos del barrote más alto. Mis ojos iban
del pavimento inmediatamente bajo mis pies a la llanura del cauce que se
extendía ante mí, mientras mi corazón latía desmesuradamente rápido, como
avisándome de que lo que estaba haciendo era peligroso.
<<Esto no es altura suficiente, tan solo estoy
tratando de llamar la atención, esto no puede considerarse ni suicidio, es como
rajarse las venas con el mango del cuchillo, parezco una niña>>, pensé,
muerta de miedo y de humillación.
<<No sirvo ni para matarme>>, me repetía.
Pero cogí fuerzas, y me resolví a acabar de una vez por todas.
Miré a un lado, mientras pensaba lo triste que era mi vida, y miré hacia el
otro, pensando lo inútil que era yo, pero, sin esperarlo…
<<¿Qué narices…?>>
A mi izquierda, sin que yo me hubiese dado cuenta antes, a
unos diez o quince metros de mí, había un chico sentado sobre la barandilla,
con sus pies balanceándose, que me miraba fijamente. Mis ojos se toparon con
los suyos en el mismo momento en que ya me despedía de este mundo.
-Qué
ironía, ¿eh? -me
soltó.
-¿Có… cómo?
-atiné a decir en mi
anonadación.
-Resulta
curioso venir a morir un día como hoy a un puente lleno de flores -dijo con una media
sonrisilla en la boca, mientras miraba el suelo.
No logré decir nada, pero no pareció importarle y siguió hablando.
-El
día de San Valentín, en el que todo el mundo regala bonitas flores, yo, que no
he tenido nunca quien me regale… -decía,
soltando al final una pequeña risa y mientras permanecía igual de tranquilo.
-Hoy…hoy
no es 14 de febrero -fue
lo único que acerté a decir porque parecía que era lo único de lo que estaba
segura esa noche.
-Es
como un regalo de mí para mí, una historia de amor con final triste -continuó, sin escucharme.
Volvió a mirarme. Tenía ojos oscuros y pelo un poco rubio.
Calculé que debía ser de mi edad. Parecía alto, de largas piernas que se
seguían balanceando como quien se sienta en el parque a pasar el rato con unos
amigos. Su cara, pese a no poder verla bien, me resultaba agradable y
tranquilizadora.
<<No lo puedo creer, ¿dos personas que quieren
suicidarse en el mismo lugar y al mismo tiempo?>>. No salía de mi
asombro.
-Hay
muy poca altura -dije,
estúpidamente-. Es
ridículo tirarse desde aquí.
-Tranquila
-dijo, mientras sacaba algo
del bolsillo-.
Todo está planeado.
El objeto que sacó brilló a la luz de la luna por un momento y no pude contener
un grito ahogado. Era una pistola. Con inusitada calma la cargó y se la puso en la sien.
-Yo me
despido ya, espero que tú también seas más feliz allá donde vamos.
Una descarga de adrenalina me sacó de mi estupor y,
rápidamente me deslicé entre los barrotes y me metí de nuevo en la pasarela mientras proferí un sonoro:
-¡No!
Y fui corriendo hacia donde estaba.
Me planté delante de él. Me miraba con curiosidad y la
pistola aún sobre su sesera.
Quería conocer los motivos de aquella alma ignorante que
creía vivir en otro tiempo.
<<Quieres buscar excusas para ti misma,
embustera>>, pensaba.
Sin pensarlo mucho, me giré hacia la bancada de flores y,
como pude, arranqué varias de ellas, rasguño en mis manos mediante, e improvisé
un escuálido ramo, que tendí hacia él.
-Toma,
tu regalo de San Valentín.
Siguió mirándome, esta vez con interés y, despacio, bajó la
pistola. Y sonrió. Sonrió de la forma más bonita que se puede hacer, mientras un
tirabuzón adornaba su frente en esos instantes.
Se giró, pasó sus piernas por encima de la barandilla y se
plantó ante mí. Cogió el ramo y olió las flores.
-Podemos
ir a pasear -le
dije, y empecé a caminar.
Asintió, con la sonrisa aun presente en sus labios y el ramo
sobre su pecho, y se dispuso a seguirme.
Antes de abandonar el puente, le pregunté:
-¿Cuánto
tiempo llevabas ahí, antes de que yo llegara?
-¿Que cuánto
tiempo? -dijo,
mientras se reía- Toda
la vida. Llevo toda la vida.