lunes, 8 de febrero de 2016

Ni por activa, ni por pasiva

Últimamente se ha puesto de moda, como un cliché de folletín mediocre y bobalicón, decir (y escuchar) la expresión "ni por activa, ni por pasiva".

Normalmente usan esta divergencia del lenguaje, convertida en frase hecha y desecha, como una forma de remarcar claramente que uno no está de acuerdo con la posición de otra persona o institución y que, además, va a luchar activamente por conseguir que el opositor no llegue a materializar sus deseos. Trasladado ésto al mundo de la política, lo que viene a significar es que un partido no va a apoyar ni por activa (no va a votar que "sí" a su candidatura), ni por pasiva (no va a abstenerse para, en el caso en que el otro partido no tenga suficiente mayoría para gobernar, su abstención favorezca su candidatura) a otro partido político.

Esta expresión, para mí, consigue aglomerar, resumir y apostillar el esperpento de la política española de los últimos tiempos. Políticos de uno y otro signo la repiten cuales loritos amaestrados, como si de un futbolista extranjero que está empezando a aprender español en una zona mixta se tratase. Clichés prefabricados, locuciones potentes, y frases que calan; resultan ideales para acabar discursos, o fragmentos de discursos, de los que arrancan aplausos, de los que dan rotundidad a una afirmación y son dignos de salir en los medios de comunicación.

La política española ha logrado, en lugar de avanzar, como se esperaría del transcurso lógico del tiempo y la mayor tasa de estudios superiores de la población, retroceder en el ámbito discursivo, diluir la contraposición de argumentos hasta caricaturizar cualquier tipo de debate u opinión por parte de la clase política.

Está claro que la política siempre ha tenido, y tendrá, esa parte tan inevitable e importante de dialéctica que permite a un candidato enfrentarse a su adversario y lograr derrotarlo. El problema ocurre cuando esos argumentos se transforman en puras falacias que, o bien reducen (en un gran núnero de ocasiones, hasta el absurdo) el argumentario del adversario, o bien directamente atacan al adversario invalidando sus opiniones, la mayoría de veces desde un punto de vista moral o ideológico (la famosa falacia ad hominem), entre muchos otros tipos de falacias.

Estas prácticas, a las que, lamentablemente, seguimos todavía demasiado acostumbrados, existen desde hace infinidad de tiempo. Ya decía Platón de los sofistas, por ejemplo, que eran unos "prostitutos del alma" o "del espíritu", porque se aprovechaban de su inteligencia, su presteza para idear argumentos contundentes y su facilidad de palabra, para derrotar a sus adversarios en la Asamblea y lograr sus objetivos políticos. Esta "prostitución" ha logrado que, lo que debiera ser un arte y una reunión de los mejores argumentos e ideas para gobernar un país, se convierta en una pseudociencia, al más puro estilo homeopatía, que intenta contarnos las virtudes de unos, y echar por tierra los defectos de otros. Como si de unos pocos granos, se pudiera hacer un castillo de arena.

No les pondré ejemplos, porque pueden simplemente encender la tele, o la radio, o comprar el periódico, o hacer click en cualquier enlace, y escuchar y leer este tipo de cosas a cada momento del día. Yo, por ahora, les diré que ni por activa, ni por pasiva, depositaré nunca mi plena confianza en políticos que superpongan el descrédito del adversario o los prejuicios ideológicos, a los argumentos de peso, que aportan, y hacen pensar.