viernes, 29 de abril de 2016

Molinos modernos, gigantes antiguos (o de cómo Don Quijote no perdió la esperanza).

Los ves, ¿no es cierto, mi querido Sancho? Todavía siguen ahí, inmóviles y beligerantes. Esos gigantes, insensatos y mugrientos. Merecedores de la mayor heroicidad para el enemigo que les combata y de la mayor ignominia para aquellos que los intenten comprender. Se les ve diferentes, más finos, con otras fachas, escondidos bajo un aire de sofisticación que les hace parecer más inofensivos y adelantados. Pero yo sé que no, aunque yo sé que tú sigues dudando, querido compañero.

Cuatro siglos han pasado desde que me enfrenté a ellos. Lo sé, Sancho. Pude fracasar, tanto como pude triunfar, pero aún así, lo intenté. Nunca podrán decir de mí que fui un cobarde, sin ambición ni amor por la gente de su tierra.

Pero ahora, en cambio, me hablas de esta tierra, mi tierra... ¡ay! La misma que rezumaba pasión. La misma que quiso sobreponerse a su propia destemplanza, y...observo que esos valores, la valentía, la heroicidad, ya son poco más que pura teatralidad. Comprendidos, pero sin visas de ser imitados.

¿De qué valió, Sancho? El valor de la historia me fue concedido, sí, pero créeme, ningún honor personal superaría a la felicidad de ver reflejada la propia valentía, la de uno mismo, en los descendientes de nuestro tiempo. Y viniendo aquí, viendo a estos gigantes, que tú sigues diciendo que son aún molinos, cómo campan a sus anchas...como cerdos, egoístas y vividores, por la dehesa extremeña.

Aquellos que pueden poner freno a estos gigantes antiguos, viven en la desidia y sufren la indiferencia del resto, y los que quieren hacerlo, bien no encuentran a los gigantes, o bien, de forma directa, son tildados de locos de remate. Como yo, Sancho, como yo. ¿Es que nada ha cambiado?. Hasta los gigantes se han dado cuenta, ya, de que nadie les hace frente. E igualmente, como si de un mal que alimentase a los dos bandos se tratase, en vez de aprovecharse, incluso se aburren, recalentados bajo el sol de la ignorancia de esta tierra que mi corazón no quiere reconocer como hija suya, totalmente apáticos.

Ay, mi querido Sancho. No me mires así. Ya sé que a lo mejor deposité demasiada confianza. Sin embargo, de heroico y valiente caballero me tildaron, y como tal me dignaré siempre a tener en posesión un bien, que guardaré hasta el final de mis tiempos.

¿Qué es ese bien, me preguntas? Sancho, ese bien nunca fue más que la esperanza. Sí, ya sé que suena idílico, pero idílico era también mi propósito cuando me puse manos a la obra, manejado por las pinceladas de un dibujante de las palabras y trovador de la conciencia.

Aunque muchos no la mantengan, y con motivo, yo no puedo permitirme ese lujo. Seguiré sin perderla, mientras los gigantes sigan ahí, mirándonos, intimidándonos y demostrándonos nuestro propio error. Hasta que los rayos de sol no caigan en terreno yermo. Hasta que las gotas de lluvia alimenten las semillas de los valores que nos empujaron a pasar a la historia. Hasta entonces no, Sancho. No perderé la esperanza.

jueves, 14 de abril de 2016

Malegoístas y buenegoístas.

Sobre la bondad y la maldad del hombre hay muchas cosas escritas, y ha sido por lo común un tema recurrente en la filosofía y la psicología. Dos corrientes se postulan, claramente enfrentadas, intentando explicar esta realidad: los hay que alegan que el ser humano es bueno desde el nacimiento, y que es la sociedad quien lo corrompe; y los hay que dicen que el hombre es malo y que, al contrario, la sociedad es la que se encarga de poner en vereda esa maldad, de limitarla.

Sin embargo, habría que tratar de explicar qué es la maldad y qué es la bondad. Normalmente acostumbramos a decir que alguien es bueno cuando persigue principios nobles, esto es, que es un ser empático, que busca el bienestar de los demás en mayor o menor medida, que no trata de sobreponerse, que sigue las normas (arbitrarias) que rigen la ética y la legalidad de una sociedad. Un hombre malo es, deduciblemente, todo lo contrario.

Pero vamos a enfocarlo desde otros puntos de vista: primero biológico, y luego lingüístico.

La biología postula que todos los seres vivos (desde un ser unicelular como una bacteria a un organismo pluricelular como una ballena) persiguen tres principios básicos en su vida: alimentarse, relacionarse, y reproducirse. Y, subyacentes a estos tres principios, se vislumbran otros dos, todavía más certeros: la autoconservación, en primer lugar, y la preservación de la especie en segundo lugar. Este principio de autoconservación o supervivencia, que es el que más arriba se sitúa en la escala de la vida, y que es una condición necesaria para todo lo demás, es el que determina la forma de actuar de todo ser vivo.

Consecuentemente, caemos en el ámbito de la lengua. Este principio de supervivencia, tiene traducción en un sustantivo, denostado con el tiempo, que no es más que el egoísmo. Y digno denostado porque no hace falta más que leer la definición de la RAE: "inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás". Sin embargo, es una palabra que significa muchas más cosas que la que nos puede lanzar esta despectiva definición.

El egoísmo es ese instinto de supervivencia, de propia conservación, pero que ha cambiado con la evolución de los seres humanos y de la sociedad; es el mismo concepto, trasladado a la esfera de lo moral; es el instinto por el cual nos movemos, persiguiendo nada más que la propia satisfacción. Y no nos llevemos a error, la satisfacción puede llegar de muy diversas formas, tanto buenas como malas. Esto es lo que nos falta entender para darle otra dimensión al concepto de egoísmo: que no debe ser solo una concepción desmedida del amor y el interés a uno mismo, si no que es la forma en la que el ser humano ve cumplidos sus deseos y necesidades principales, no teniendo que, obligatoriamente, causar un perjuicio en otra persona.

Aquí volvemos a la discusión de antes, sobre lo bueno y lo malo. Atendiendo, pues, a lo que hemos dicho, si hacemos algo, considerado como malo por parte de la sociedad, en propio beneficio, es egoísmo. Y si hacemos algo, considerado como bueno, en propio beneficio, también es egoísmo.

Lo curioso, es que esto puede describir todos los ámbitos de la vida: comprar lotería, dar dinero a un mendigo, matar a un rival político, pintar un cuadro, amar a alguien, morir por tu hijo, viajar a un país en desarrollo para ayudar a la gente, donar un órgano, robar dinero, devolver un favor... todo, absolutamente todo, aunque en su realización conlleve actos buenos o malos, provoca un beneficio (económico, moral, psicológico o de cualquier tipo) en quien lo realiza. Aunque dones todas tus pertenencias a los pobres y acto seguido te suicides porque te has arrepentido de hacerlo, estás siendo egoísta porque en los dos actos has buscado satisfacer tus deseos más profundos para contigo mismo.

Llegamos así, por fin, a preguntarnos, ¿pero es el ser humano bueno o malo por naturaleza? El ser humano es egoísta, lo es y siempre lo será, perseguirá su autoconservación biológica y su satisfacción moral. Lo que determine que sus actos sean o no malos, no lo conocemos: puede que la genética incline a unos u otros actos, y puede también que la sociedad los moldee, pero lo que no hay nunca que olvidar, es que el ser humano, es egoísta por naturaleza.