domingo, 31 de enero de 2016

Corre, bicicleta

Una brisa fría sacude mi cara. El movimiento de mis piernas intenta ralentizar el tiempo, que a pesar de sus esfuerzos sigue avanzando, implacable como siempre. Ya no me acuerdo de por qué se mueven, sólo sé que no deben parar.

A lo lejos, de fondo, un color difícil de definir, entre morado y rojizo, tiñe unas nubes que parecen tomar aquel trozo de cielo como su parcela particular. Una figura por mi derecha, otra por mi izquierda, pasan rápidamente hasta quedarse atrás; otros luchadores en pie de guerra contra el tiempo, más leña en el fuego de la vida.

¿No es precioso mirar ese cielo? Por qué no me fijaré en él más a menudo. Mis piernas se siguen moviendo, haciendo formas circulares. Ahora ya me muevo con mayor rapidez.

Qué alegría sentí cuando pedaleé por primera vez. Cuántos años, cuántos sentimientos, cuánta vida pasada. Partes de una biografía, como piezas de un gran puzzle, todavía inacabado, que son capaces por sí solas de dibujar una escena completa. A lo lejos ladraba un perro, recuerdo la expresión exacta de mi madre en el momento en que me giré a mirarla mientras pedaleaba. Tres conceptos que bastan para formar un recuerdo. El estímulo de uno evoca a los otros dos, en conjunción perfecta con un sentimiento de nostalgia y alegría obra de la mecánica perfecta que sigue nuestro cerebro.

¿Qué será de estos recuerdos cuando yo no esté? ¿Qué sería de mí si mis recuerdos desaparecieran? Si mi almacén de memoria pereciera, no habría momentos anteriores con los que comparar mis sentimientos actuales. Ya no sería capaz de añorar, de llorar, de reír, de frustrarme o de identificarme con nada. Mi forma de pensar, de ser, todo lo que ha moldeado mi vida, ya no estaría. Ya no sería yo.

Mis piernas siguen moviéndose en círculos, repetitivas, incansables, para que yo vaya hacia adelante y el tiempo sea menos tiempo. Una analogía, pienso, de la vida. Me gusta sentir esta brisa fría que sacude mi cara.

No hay comentarios:

Publicar un comentario